Hay situaciones en la vida que uno no sabe si considerar una bendición o una tortura china. Cal y arena. Ni cuenta me había dado yo de que afuera se cocinaba un diluvio (que por cierto, dos horas después aún no veo caer), y hoy me tocaba regresarme a casa en taxi. Los conté; fueron ocho taxis que ni se detuvieron de los cuales cinco iban absolutamente vacíos y tres a los cuales apenas les di mi dirección arrancaron sin siquiera decirme mi ya tan acostumbrado «no voy».
Pasaban los minutos y yo sabía que a medida que más demorara yo en esta situación, peores serían mis oportunidades de lograrlo. Aún a sabiendas del resultado, hice el ejercicio de ver mis opciones en Uber y el resultado fue de $10.10 por lo que ahí mismo apagué y guardé el celular en la cartera. Empezó a tronar más seguido y aunque eran un par de gotas las que realmente caían, se formó una especie de ventolina que mi pobre paraguas amenazaba con salir volando.
En esas me encontraba yo cuando le hago señas al siguiente taxi que raudo y veloz se cambió de paño temerariamente y me preguntó que para dónde iba. Al Carmen. No voy. Le pago $5. Móntese. Esta negociación en medio de los pesados camiones con contenedores pasando a la velocidad de que van vacíos esquivando al destartaladito taxi que les pitaba y les refunfuñaba como un David entre Goliats.
Sin pensarlo mucho subí al taxi contando mis bendiciones. Después de todo, sólo habían transcurrido veinte minutos desde el inicio de toda esta peripecia.
Le sugerí Transístmica y ni caso que me hizo. Tomó hacia la Juan Pablo por detrás del Mall. El venerable y muy creido de si mismo veterano taxista no aceptaba sugerencias. Su cara de desdén era evidente. Sin embargo, yo sabía que la Juan Pablo en días de lluvia y tranque no es la mejor ruta. Y así lo demostró la hora que nos tomó atravesarla. Como para compensar y mientras farfullaba maldiciones que no lograba yo del todo comprender porque La Mega sonaba a todo volumen, me dice, voy a mostrarle, PARA QUE APRENDA, uno o dos «shorcus». «Uh huh…», me dije,, lo que me faltaba. Más que la ruta me preocupaba que al vehículo se le empezaran a caer sus partes, pedazo a pedazo, suave, suavecito… primera tronaba… segunda resoplaba y tercera,,, no; nunca escuché tercera. Así de malo el tráfico.
Al primer «shorcu» le digo yo, así como que picada por la falta de respeto hacia las aportaciones de su cliente, «ahora va a tomar por A, luego va a girar en B, en C va a subir y bajar la loma y, de ahí, a la rotonda D, para bajar por E, doblar por F y llegar al tranque de la esquina de mi calle.»
Mientras, la voz de mi padre la escuchaba dentro diciéndome, «Genio y figura hasta la sepultura, niña… ¿para qué le buscas la lengua?» Y ahí decidí que no estaba contando mis bendiciones. Y decidí que me callaba y me iba a portar bien. Que de verdad que el tranque era insufrible como para agregarle estrés yo a la idiosincracia de mi ángel guardián taxista.
Pero, como siempre, cuando uno decide portarse bien, el diablo viene a tentarlo a uno para comprobar si la intención es genuina. Y se alborota el señor y me dice: «¿qué usted va para qué calle? ¿la que no tiene salida? ¿y cómo salgo yo ahora de ahí? eso le pasa a uno por buena gente. Yo pensé que usted iba por la calle de la panadería. Pensar que yo iba camino a coger gasolina. Me voy a quedar varado de tan solo querer salir de su calle.»
Respiré hondo mientras me repetía «silencio, absoluto silencio, Monique! Sonríe, te está viendo por el retrovisor. Tú como si nada. Esa es tu pequeña venganza por no tomar la ruta recomendada. Disfrútala. Y dale propina. El tranque ha sido largo, sufrido y lento.»
Estoy en casa, ¿les dije que aún no llueve?, aquí en la computadora estoy leyendo los comentarios de frustración de amistades que aún no llegan a su destino y marchan como hormigas, un paso a la vez. Sonrío. Ojalá que mi gruñón taxista culmine su jornada y llegue a su hogar sano, salvo y con suficiente dinerito en su bolsillo porque su día ha sido arduo.
«Ah, y una cosita más te pido buen Dios, que ojalá mañana amanezca de mejor humor.»